La civilización maya —la más avanzada de las grandes culturas de toda América Central— produjo una arquitectura espectacular. Decenas de ciudades, centenares de monumentos, salpican la gran selva tropical de Guatemala, Honduras, Belice y México, así como la floresta de Yucatán.
En Quintana Roo, Campeche y Chiapas, en Petén y en las tierras altas de la sierra volcánica guatemalteca, las tribus de los mayas crearon entre el comienzo de nuestra era y el siglo XII un número considerable de impresionantes monumentos. Este legado, que equipos de arqueólogos nativos y eruditos enviados por las grandes universidades americanas o europeas se dedican a estudiar, restaurar y excavar, constituye uno de los principales testimonios del extraordinario dinamismo de las sociedades amerindias. Estas creaciones demuestran el sentido artístico que floreció en el Nuevo Mundo, en una época en la que Europa conoció el apogeo romano, las grandes invasiones y los comienzos de la Edad Media.
Pero el carácter excepcional del arte y de la arquitectura precolombina radica en un hecho paradójico que desconcierta al historiador y al antropólogo: estas obras surgieron en sociedades que no tenían ningún contacto con el Mundo Antiguo. En vísperas de la Conquista española, los pueblos de América Central no estaban influenciados ni por las civilizaciones occidentales ni por las de Extremo Oriente. Entre los habitantes de Europa y Asia, por un lado, y las sociedades amerindias, por el otro, las relaciones ya se habían cortado antes del neolítico.
El asentamiento del hombre en el continente americano es relativamente reciente: llegó al Nuevo Mundo en las postrimerías del paleolítico. Entre 70.000 y 10.000 años antes de nuestra era, unas tribus de cazadores siberianos, que vivían aún en estado nómada, penetraron en sucesivas oleadas en Alaska durante la última glaciación, la wurmiense o, como dicen los americanos, de Wisconsin.
Gracias al descenso del nivel de los océanos por la acumulación de hielos en las regiones árticas y antárticas del globo, los recién llegados —cazadores-recolectores— cruzaron por tierra el paso que entonces existía entre Asia y América. Este puente natural ocupaba la zona situada entre el actual estrecho de Bering y el archipiélago de las Aleutianas. A lo largo de los siglos —o, mejor dicho, de los milenios— sus tribus errantes, en busca de caza, recorrieron todo el continente americano, de norte a sur. Varios milenios antes de nuestra era alcanzaron América Central, la cuenca del Amazonas y los Andes, hasta la Tierra de Fuego.
Sin embargo, aproximadamente hacia el año 10.000 a.C., las relaciones entre el continente asiático y América cesaron, debido al recalentamiento general del clima: el nivel de los océanos se elevó y el puente terrestre volvió a sumergirse. Por lo tanto, este pueblo de cazadores, que sólo disponía de piedra tallada, abandonó el Viejo Mundo incluso antes de que se produjera la gran revolución neolítica, en la que se inició la domesticación de los animales y la agricultura, que fue acompañada por el sedentarismo y el invento de técnicas revolucionarias, como el tejido, la cerámica y, a continuación, la metalurgia y la escritura.
Los amerindios tuvieron, pues, que recorrer solos su propio camino hacia el desarrollo. Tuvieron que forjar por sus propios medios un patrimonio cultural. Descubrieron por sí mismos todo su saber y se pusieron a la altura de las grandes culturas agrícolas con unas experiencias absolutamente originales.
Esta originalidad de los progresos hechos por los pueblos precolombinos en su evolución hacia la adquisición de las técnicas neolíticas es lo que constituye la diferencia entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y explica tanto las lagunas que se constatan entre las culturas nativas de América como los sorprendentes avances que caracterizan algunas de sus civilizaciones.
Así, por ejemplo, las plantas que cultivaban no tienen nada que ver con las del Viejo Mundo: las sociedades amerindias no conocían el trigo, el centeno y la avena, que son los fundamentos de la alimentación en Occidente, y tampoco el arroz, sobre el que Asia ha basado su alimentación. En América, por el contrario, se desarrolla pronto el cultivo del maíz (atestiguado hacia el 5.000 a.C. en la región andina y hacia el 3.000 en México). El maíz, junto con la judía negra, el tomate, la calabaza y el pimiento, constituye la base de la alimentación de los mayas y de otros pueblos de América Central. Este menú lo completan muchos frutos, como la papaya, el aguacate, la guayaba, el cacao, y finalmente la piña. También se empezó muy pronto a cultivar tabaco. La agricultura proporciona asimismo el algodón y la fibra de magüey. La corteza del amate permite elaborar una especie de papel para los códices. Finalmente, la selva tropical ofrece innumerables plantas medicinales, de las que los precolombinos supieron sacar un admirable partido.
Por el contrario, el americano desconoce animales domésticos como la cabra, la oveja, el caballo y los bóvidos. No tiene rebaños. Excepto el perro, el pavo y la abeja, quizá el pato, no hay ganado en América Central (al contrario que en los altiplanos andinos, donde se conocen la llama y la alpaca, además de la cobaya).
Estas diferencias culturales existen también en el plano tecnológico: los precolombinos no conocen el arado (sus aperos agrícolas se limitaban a un simple bastón), no tienen ni la rueda (que sólo aparece en algunos juguetes «mexicanos»), ni el torno (sólo conocen la cerámica hecha con molde).
Todas estas lagunas demuestran que no había contacto entre ambas orillas del Pacífico, y que América se desarrolló como una isla, excepto algunos contactos ocasionales y fortuitos anteriores al encuentro entre dos mundos de 1492 y a la irrupción española en tierra firme en el siglo XVI. Desde el final del paleolítico hasta la caída de los aztecas ante Cortés, no hubo intercambios entre el Viejo y el Nuevo Mundo: América no importó ni plantas comestibles ni animales domésticos, no hubo aportaciones técnicas, ni intercambios religiosos o culturales. Tan sólo algunas naves vikingas pudieron haberse aventurado hacia el año 1000 hasta Nueva Inglaterra. Pero sus incursiones no tuvieron ningún efecto duradero.
Los precolombinos no estaban, ni mucho menos, atrasados: algunos pueblos del Nuevo Mundo disponían no solamente de una escritura original, consignada por medio de complicados glifos, sino que además habían conseguido sorprendentes avances en el campo de las matemáticas y en el desarrollo del calendario. Así, por ejemplo, los mayas utilizaron desde comienzos del periodo clásico un sistema aritmético de carácter vigesimal y de posiciones, por lo que poseía un signo equivalente a nuestro cero.
Estas herramientas intelectuales encontraron una aplicación concreta en el cálculo y en la cronología: la complejidad de los ciclos y de las formas de calcular las fechas les obligaron a recurrir a una cantidad de números que los griegos y los romanos hubieran sido incapaces de expresar con los métodos que utilizaban para consignar datos aritméticos. Este cálculo del tiempo, basado al parecer en una astronomía que afinaba sus observaciones mediante cálculos incansablemente repetidos, recurría verdaderos promedios matemáticos que se extendían a lo largo de siglos. Utilizando una especie de cálculo estadístico, los sacerdotes mayas obtenían resultados de una precisión desconcertante —con un margen de error de un minuto, o de algunos segundos— a la hora de calcular las revoluciones astrales. Semejantes proezas, en una civilización que ignoraba los relojes y todo instrumento para medir la hora, no pueden dejar de suscitar nuestra admiración.
Además de las pirámides y los palacios, uno de los elementos arquitectónicos característicos de los centros urbanos de Mesoamérica es el juego de pelota, que solían practicar los pueblos precolombinos de todas las regiones comprendidas entre las selvas de Petén y los altiplanos mexicanos. Su presencia queda ya atestiguada entre los olmecas, en La Venta, hacia el 1000 antes de nuestra era. Lugar de enfrentamiento entre dos equipos, el juego obedece a unas reglas muy complejas. Se practica con un gran «balón» de caucho relleno, que pesa entre uno y tres kilos. Consiste en lanzar la pelota con el torso y la cintura sin la ayuda de brazos y piernas. El cuerpo de los jugadores está protegido por un cinturón —fuerte y ancho— hecho de tela, madera y relleno de algodón. La pelota tiene que alcanzar unos «blancos» representados por postes o argollas enclavadas en los muros laterales del recinto. El partido termina a veces con la ejecución del vencido, mediante un ritual ligado al calendario y a los ciclos astrales.
Desde el punto de vista arquitectónico, el campo para el juego de pelota se presenta como un espacio abierto, limitado lateralmente por dos terraplenes paralelos, más o menos inclinados, y por unos muros que rodean la zona de enfrentamiento. En los dos extremos, unos espacios más anchos destinados a los equipos conforman, junto con la parte central, una planta en forma de «H» aplastada.
El juego de pelota representa, dentro del urbanismo de las ciudades mayas, un elemento importante, que supera el aspecto meramente lúdico para adquirir un carácter religioso, inscribiéndose dentro del ritual de los sacrificios. Por este motivo la importancia de este espacio colectivo no debe ser infravalorada.
Existen, claro está, otros tipos de edificios mayas: observatorios, baños de vapor, aras para los sacrificios, etc., que completaban el escenario urbano. En las plazas, se erigen unas estelas que tienen la misma función que los altares al aire libre. Además, aunque no tenían carruajes —ignoraban el uso de la rueda— ni animales de carga, los mayas unieron sus ciudades por medio de grandes calzadas rectilíneas y elevadas: los sacbeob (plural de sacbé) o «carreteras blancas», que podían llegar a medir varias decenas de kilómetros de largo y parecen haber sido dedicadas tanto a manifestaciones religiosas como al despliegue del ceremonial. Estos caminos procesionales eran construidos y nivelados con la ayuda de pesados rodillos de piedra accionados por cuadrillas de obreros.
Todas las construcciones mayas se basan en la choza ancestral, con paredes de caña y adobe, cubierta por una techumbre de hojas de palma colocadas sobre un armazón de madera. La vivienda vernácula —perfectamente adaptada al clima tropical— se compone, en cada familia, de una o dos chozas casi siempre paralelas. Cada cabaña tiene un único espacio interno, en el que la luz entra por una puerta cuadrada, abierta sobre uno de los lados largos de la construcción. Esta puerta a veces se complementa con otra en el lado opuesto para que circule mejor el aire.
La planta es rectangular u ovalada, en cuyo caso los lados cortos de la choza son redondos, lo cual hace que las dos extremidades de la cubierta tengan forma cónica. Esta choza tradicional —que aún hoy se puede observar en las aldeas de Yucatán— se remonta al hábitat milenario de la época precolombina. No ha cambiado nada desde los albores de la sociedad maya, hace tres mil años.
Pero el interés de esta construcción, hecha con materiales perecederos, reside en el hecho de que constituye para los mayas el arquetipo de toda obra arquitectónica. En este sentido, ha ejercido una influencia considerable sobre la arquitectura pétrea, tanto por sus formas externas (con cubierta a dos aguas) como por su espacio interno. El estudio de los edificios antiguos demuestra que las construcciones de fábrica en el fondo no son más que una transposición, una «reconstrucción en piedra» de la primitiva cabaña. Ésta es la que inspira el aspecto interno de los palacios o de los templos que rematan las pirámides. Es su estructura de cañas en celosía lo que se encuentra en la fachada de los edificios. Son esas ataduras hechas con cuerdas, o incluso con lianas, sobre almohadillados de paja, que rodeaban la cabaña, las que presiden el modelado de las cornisas y jalonan los grandes frisos ornamentales de los edificios. Es la puerta cuadrada con dinteles de madera la que se abre, inalterada, en la entrada de la «recámara» de los palacios y de los templos, etc.
Así como la familia maya construye, en terreno llano, un basamento de tierra para preservar su casa de las inundaciones, frecuentes durante la estación de las lluvias, del mismo modo las construcciones de piedra se elevan por encima de unas plataformas que son cada vez más altas. Éstas, por otro lado, van aumentando a medida que reciben ampliaciones. Esta hipertrofia de los basamentos, que hacen de terraplén, alcanza dimensiones colosales en la época clásica. Pero, sea cual fuere su importancia, siempre se basa en el pequeño montículo de tierra sobre el que se levantaba la choza.
Cuando las tribus primitivas —en el período arcaico o formativo, entre 2.000 y 1.000 antes de nuestra era— construyeron los primeros conjuntos religiosos, consagrados a sus divinidades cósmicas, concibieron la morada de sus dioses del mismo modo que la choza: paredes de caña y adobe, techumbre de hojas de palma. Pero estos primeros templos se distinguen de las viviendas por la altura de las plataformas sobre las que se levantan. Estas terrazas, hechas de materiales que se habían ido acumulando a lo largo de los siglos, constituyen la base de los templos. Ensanchándolas y elevándolas, los mayas edifican inmensos pedestales de forma piramidal que soportan la casa del dios.
La costumbre de añadir nuevas plataformas por encima de las antiguas, para colocar cada vez más arriba la cella del culto, tiene dos consecuencias: obliga a los constructores a hacer, en la fachada del edificio, una escalinata axial que une el suelo con el nivel del santuario; pero también consagra un principio fundamental de la arquitectura precolombina, es decir, la llamada ley de las superposiciones.
Este principio —según el cual hay que reedificar un lugar de culto siempre en el mismo emplazamiento, y erigir sobre una pirámide antigua una construcción nueva, más importante— es una constante. Eso explica, sin duda, las dimensiones que alcanzan las pirámides mayas, que pueden llegar a tener 70 m, como para dominar mejor la selva. La superposición constituye así un sistema de crecimiento arquitectónico propio de los precolombinos. Permite a los arqueólogos encontrar, debajo de una construcción en ruinas, otra más antigua, en ocasiones perfectamente conservada.
Sobre uno de los frisos de la Casa de las Monjas, en Uxmal, la choza tradicional maya —aquí coronada por una serpiente emblemática de dos cabezas— figura encima de una de las puertas que dan acceso a las habitaciones de este palacio formado por cuatro edificios en torno a un patio.
En Quintana Roo, Campeche y Chiapas, en Petén y en las tierras altas de la sierra volcánica guatemalteca, las tribus de los mayas crearon entre el comienzo de nuestra era y el siglo XII un número considerable de impresionantes monumentos. Este legado, que equipos de arqueólogos nativos y eruditos enviados por las grandes universidades americanas o europeas se dedican a estudiar, restaurar y excavar, constituye uno de los principales testimonios del extraordinario dinamismo de las sociedades amerindias. Estas creaciones demuestran el sentido artístico que floreció en el Nuevo Mundo, en una época en la que Europa conoció el apogeo romano, las grandes invasiones y los comienzos de la Edad Media.
Pero el carácter excepcional del arte y de la arquitectura precolombina radica en un hecho paradójico que desconcierta al historiador y al antropólogo: estas obras surgieron en sociedades que no tenían ningún contacto con el Mundo Antiguo. En vísperas de la Conquista española, los pueblos de América Central no estaban influenciados ni por las civilizaciones occidentales ni por las de Extremo Oriente. Entre los habitantes de Europa y Asia, por un lado, y las sociedades amerindias, por el otro, las relaciones ya se habían cortado antes del neolítico.
El asentamiento del hombre en el continente americano es relativamente reciente: llegó al Nuevo Mundo en las postrimerías del paleolítico. Entre 70.000 y 10.000 años antes de nuestra era, unas tribus de cazadores siberianos, que vivían aún en estado nómada, penetraron en sucesivas oleadas en Alaska durante la última glaciación, la wurmiense o, como dicen los americanos, de Wisconsin.
Gracias al descenso del nivel de los océanos por la acumulación de hielos en las regiones árticas y antárticas del globo, los recién llegados —cazadores-recolectores— cruzaron por tierra el paso que entonces existía entre Asia y América. Este puente natural ocupaba la zona situada entre el actual estrecho de Bering y el archipiélago de las Aleutianas. A lo largo de los siglos —o, mejor dicho, de los milenios— sus tribus errantes, en busca de caza, recorrieron todo el continente americano, de norte a sur. Varios milenios antes de nuestra era alcanzaron América Central, la cuenca del Amazonas y los Andes, hasta la Tierra de Fuego.
Sin embargo, aproximadamente hacia el año 10.000 a.C., las relaciones entre el continente asiático y América cesaron, debido al recalentamiento general del clima: el nivel de los océanos se elevó y el puente terrestre volvió a sumergirse. Por lo tanto, este pueblo de cazadores, que sólo disponía de piedra tallada, abandonó el Viejo Mundo incluso antes de que se produjera la gran revolución neolítica, en la que se inició la domesticación de los animales y la agricultura, que fue acompañada por el sedentarismo y el invento de técnicas revolucionarias, como el tejido, la cerámica y, a continuación, la metalurgia y la escritura.
Los amerindios tuvieron, pues, que recorrer solos su propio camino hacia el desarrollo. Tuvieron que forjar por sus propios medios un patrimonio cultural. Descubrieron por sí mismos todo su saber y se pusieron a la altura de las grandes culturas agrícolas con unas experiencias absolutamente originales.
Esta originalidad de los progresos hechos por los pueblos precolombinos en su evolución hacia la adquisición de las técnicas neolíticas es lo que constituye la diferencia entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y explica tanto las lagunas que se constatan entre las culturas nativas de América como los sorprendentes avances que caracterizan algunas de sus civilizaciones.
Así, por ejemplo, las plantas que cultivaban no tienen nada que ver con las del Viejo Mundo: las sociedades amerindias no conocían el trigo, el centeno y la avena, que son los fundamentos de la alimentación en Occidente, y tampoco el arroz, sobre el que Asia ha basado su alimentación. En América, por el contrario, se desarrolla pronto el cultivo del maíz (atestiguado hacia el 5.000 a.C. en la región andina y hacia el 3.000 en México). El maíz, junto con la judía negra, el tomate, la calabaza y el pimiento, constituye la base de la alimentación de los mayas y de otros pueblos de América Central. Este menú lo completan muchos frutos, como la papaya, el aguacate, la guayaba, el cacao, y finalmente la piña. También se empezó muy pronto a cultivar tabaco. La agricultura proporciona asimismo el algodón y la fibra de magüey. La corteza del amate permite elaborar una especie de papel para los códices. Finalmente, la selva tropical ofrece innumerables plantas medicinales, de las que los precolombinos supieron sacar un admirable partido.
Por el contrario, el americano desconoce animales domésticos como la cabra, la oveja, el caballo y los bóvidos. No tiene rebaños. Excepto el perro, el pavo y la abeja, quizá el pato, no hay ganado en América Central (al contrario que en los altiplanos andinos, donde se conocen la llama y la alpaca, además de la cobaya).
Estas diferencias culturales existen también en el plano tecnológico: los precolombinos no conocen el arado (sus aperos agrícolas se limitaban a un simple bastón), no tienen ni la rueda (que sólo aparece en algunos juguetes «mexicanos»), ni el torno (sólo conocen la cerámica hecha con molde).
Todas estas lagunas demuestran que no había contacto entre ambas orillas del Pacífico, y que América se desarrolló como una isla, excepto algunos contactos ocasionales y fortuitos anteriores al encuentro entre dos mundos de 1492 y a la irrupción española en tierra firme en el siglo XVI. Desde el final del paleolítico hasta la caída de los aztecas ante Cortés, no hubo intercambios entre el Viejo y el Nuevo Mundo: América no importó ni plantas comestibles ni animales domésticos, no hubo aportaciones técnicas, ni intercambios religiosos o culturales. Tan sólo algunas naves vikingas pudieron haberse aventurado hacia el año 1000 hasta Nueva Inglaterra. Pero sus incursiones no tuvieron ningún efecto duradero.
Los precolombinos no estaban, ni mucho menos, atrasados: algunos pueblos del Nuevo Mundo disponían no solamente de una escritura original, consignada por medio de complicados glifos, sino que además habían conseguido sorprendentes avances en el campo de las matemáticas y en el desarrollo del calendario. Así, por ejemplo, los mayas utilizaron desde comienzos del periodo clásico un sistema aritmético de carácter vigesimal y de posiciones, por lo que poseía un signo equivalente a nuestro cero.
Estas herramientas intelectuales encontraron una aplicación concreta en el cálculo y en la cronología: la complejidad de los ciclos y de las formas de calcular las fechas les obligaron a recurrir a una cantidad de números que los griegos y los romanos hubieran sido incapaces de expresar con los métodos que utilizaban para consignar datos aritméticos. Este cálculo del tiempo, basado al parecer en una astronomía que afinaba sus observaciones mediante cálculos incansablemente repetidos, recurría verdaderos promedios matemáticos que se extendían a lo largo de siglos. Utilizando una especie de cálculo estadístico, los sacerdotes mayas obtenían resultados de una precisión desconcertante —con un margen de error de un minuto, o de algunos segundos— a la hora de calcular las revoluciones astrales. Semejantes proezas, en una civilización que ignoraba los relojes y todo instrumento para medir la hora, no pueden dejar de suscitar nuestra admiración.
Además de las pirámides y los palacios, uno de los elementos arquitectónicos característicos de los centros urbanos de Mesoamérica es el juego de pelota, que solían practicar los pueblos precolombinos de todas las regiones comprendidas entre las selvas de Petén y los altiplanos mexicanos. Su presencia queda ya atestiguada entre los olmecas, en La Venta, hacia el 1000 antes de nuestra era. Lugar de enfrentamiento entre dos equipos, el juego obedece a unas reglas muy complejas. Se practica con un gran «balón» de caucho relleno, que pesa entre uno y tres kilos. Consiste en lanzar la pelota con el torso y la cintura sin la ayuda de brazos y piernas. El cuerpo de los jugadores está protegido por un cinturón —fuerte y ancho— hecho de tela, madera y relleno de algodón. La pelota tiene que alcanzar unos «blancos» representados por postes o argollas enclavadas en los muros laterales del recinto. El partido termina a veces con la ejecución del vencido, mediante un ritual ligado al calendario y a los ciclos astrales.
Desde el punto de vista arquitectónico, el campo para el juego de pelota se presenta como un espacio abierto, limitado lateralmente por dos terraplenes paralelos, más o menos inclinados, y por unos muros que rodean la zona de enfrentamiento. En los dos extremos, unos espacios más anchos destinados a los equipos conforman, junto con la parte central, una planta en forma de «H» aplastada.
El juego de pelota representa, dentro del urbanismo de las ciudades mayas, un elemento importante, que supera el aspecto meramente lúdico para adquirir un carácter religioso, inscribiéndose dentro del ritual de los sacrificios. Por este motivo la importancia de este espacio colectivo no debe ser infravalorada.
Existen, claro está, otros tipos de edificios mayas: observatorios, baños de vapor, aras para los sacrificios, etc., que completaban el escenario urbano. En las plazas, se erigen unas estelas que tienen la misma función que los altares al aire libre. Además, aunque no tenían carruajes —ignoraban el uso de la rueda— ni animales de carga, los mayas unieron sus ciudades por medio de grandes calzadas rectilíneas y elevadas: los sacbeob (plural de sacbé) o «carreteras blancas», que podían llegar a medir varias decenas de kilómetros de largo y parecen haber sido dedicadas tanto a manifestaciones religiosas como al despliegue del ceremonial. Estos caminos procesionales eran construidos y nivelados con la ayuda de pesados rodillos de piedra accionados por cuadrillas de obreros.
Todas las construcciones mayas se basan en la choza ancestral, con paredes de caña y adobe, cubierta por una techumbre de hojas de palma colocadas sobre un armazón de madera. La vivienda vernácula —perfectamente adaptada al clima tropical— se compone, en cada familia, de una o dos chozas casi siempre paralelas. Cada cabaña tiene un único espacio interno, en el que la luz entra por una puerta cuadrada, abierta sobre uno de los lados largos de la construcción. Esta puerta a veces se complementa con otra en el lado opuesto para que circule mejor el aire.
La planta es rectangular u ovalada, en cuyo caso los lados cortos de la choza son redondos, lo cual hace que las dos extremidades de la cubierta tengan forma cónica. Esta choza tradicional —que aún hoy se puede observar en las aldeas de Yucatán— se remonta al hábitat milenario de la época precolombina. No ha cambiado nada desde los albores de la sociedad maya, hace tres mil años.
Pero el interés de esta construcción, hecha con materiales perecederos, reside en el hecho de que constituye para los mayas el arquetipo de toda obra arquitectónica. En este sentido, ha ejercido una influencia considerable sobre la arquitectura pétrea, tanto por sus formas externas (con cubierta a dos aguas) como por su espacio interno. El estudio de los edificios antiguos demuestra que las construcciones de fábrica en el fondo no son más que una transposición, una «reconstrucción en piedra» de la primitiva cabaña. Ésta es la que inspira el aspecto interno de los palacios o de los templos que rematan las pirámides. Es su estructura de cañas en celosía lo que se encuentra en la fachada de los edificios. Son esas ataduras hechas con cuerdas, o incluso con lianas, sobre almohadillados de paja, que rodeaban la cabaña, las que presiden el modelado de las cornisas y jalonan los grandes frisos ornamentales de los edificios. Es la puerta cuadrada con dinteles de madera la que se abre, inalterada, en la entrada de la «recámara» de los palacios y de los templos, etc.
Así como la familia maya construye, en terreno llano, un basamento de tierra para preservar su casa de las inundaciones, frecuentes durante la estación de las lluvias, del mismo modo las construcciones de piedra se elevan por encima de unas plataformas que son cada vez más altas. Éstas, por otro lado, van aumentando a medida que reciben ampliaciones. Esta hipertrofia de los basamentos, que hacen de terraplén, alcanza dimensiones colosales en la época clásica. Pero, sea cual fuere su importancia, siempre se basa en el pequeño montículo de tierra sobre el que se levantaba la choza.
Cuando las tribus primitivas —en el período arcaico o formativo, entre 2.000 y 1.000 antes de nuestra era— construyeron los primeros conjuntos religiosos, consagrados a sus divinidades cósmicas, concibieron la morada de sus dioses del mismo modo que la choza: paredes de caña y adobe, techumbre de hojas de palma. Pero estos primeros templos se distinguen de las viviendas por la altura de las plataformas sobre las que se levantan. Estas terrazas, hechas de materiales que se habían ido acumulando a lo largo de los siglos, constituyen la base de los templos. Ensanchándolas y elevándolas, los mayas edifican inmensos pedestales de forma piramidal que soportan la casa del dios.
La costumbre de añadir nuevas plataformas por encima de las antiguas, para colocar cada vez más arriba la cella del culto, tiene dos consecuencias: obliga a los constructores a hacer, en la fachada del edificio, una escalinata axial que une el suelo con el nivel del santuario; pero también consagra un principio fundamental de la arquitectura precolombina, es decir, la llamada ley de las superposiciones.
Este principio —según el cual hay que reedificar un lugar de culto siempre en el mismo emplazamiento, y erigir sobre una pirámide antigua una construcción nueva, más importante— es una constante. Eso explica, sin duda, las dimensiones que alcanzan las pirámides mayas, que pueden llegar a tener 70 m, como para dominar mejor la selva. La superposición constituye así un sistema de crecimiento arquitectónico propio de los precolombinos. Permite a los arqueólogos encontrar, debajo de una construcción en ruinas, otra más antigua, en ocasiones perfectamente conservada.
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